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SE FÚE EL MÁS GRANDE DE TODOS

Parece mentira. Cuántas veces lo mataron. ¿Cuántas? Pero lo decían y al final, no. Zafaba. Resucitaba. Siempre. Como aquella vez que lo marcaban cuatro, cinco, seis, y parecía imposible. Pero no. Salía vivo de ésas. Trucos, gambetas, conejos de la galera; prodigios y malabarismos. Gambeteaba a todos. Hasta a Ella. Y el mundo, ahora, esperando otro milagro. Rehén de otro milagro. El mundo en shock, inmóvil, tembloroso en un rincón de la habitación. Mira sin ver, sin entender. El mundo en una sala de espera. ¿Es cierto? ¿Alguien puede creerlo? Decime que no, que no es verdad. ¿Cómo que murió?

Porque no puede ser. Esto, no. Que salga alguien, no importa quién, Dalma, Gianinna, algún dirigente de Gimnasia, alguno del puto entorno, cualquiera que aparezca y diga que no, que el Diego está bien; que salga el doctor Luque, entre millones de micrófonos y preguntas y caos, y nos diga que fue sólo un susto; que aparezcan los pinturas que desfilan por los canales de TV y también nos digan que no; que salgan el Turco y Lalo y también nos digan que no, que está recuperándose; y que Guillote nos cuente de la vez que el Diego recibió a Fidel con una tapa de inodoro en la cabeza y nos caguemos todos de risa. Que Diego viva. Que siga de este lado de la línea de cal. Un rato más. Si el Diego siempre estuvo. Gordo, flaco, de rulos, con mechón, respondón, enfermo, sano, cubano, rápido, lento, mediático -pero nunca diplomático-, con la panza que le explota o el tobillo hecho pelota, bostero, compañero, bendito, maldito, siempre mito, genio genuino, rebelde, sonriente, inconsciente, irreverente, tan de la gente; luchando siempre contra los molinos de viento y los cabezas de termo.

Pasan las horas y ver la TV, leer: murió. Y tantas y tantos que lo lloran.  Quienes lo vieron, quienes no lo vieron, quienes lo vivieron. Lo lloran hasta los ingleses que lo padecieron. Hoy, sí, el mundo es un pañuelo. Se lo despide en Twitter, en Instagram, en Fiorito, en Snapchat, en Recoleta, en Tik Tok. Desde el más famoso hasta el más ilustre desconocido. Los líderes del mundo y los últimos de la fila. Se lo llora en los pasillos oscuros de cualquier barrio y en los barrios más exclusivos. La cancha del Bicho es un altar: velas, fotos, banderas, pancartas, carteles, miles de fieles. Y la Bombonera. Y el Parque Independencia. Y el estadio del Lobo… Cada esquina del mundo, una sala velatoria, las mismas caras de incredulidad. Cada estadio, cada canchita de arcos hechos de buzos, un funeral. El muerto es mucho más que este país: el dulce de leche, la birome, la Rosada, la inflación, a cuánto cerró el dólar, Favaloro, el peronismo, Lavalle y Florida, las Cataratas, el granero del mundo, Borges, Rayuela, el Papa Francisco. Nadie nunca más que él. Aquí y en el mundo. Por eso lo desgastamos, lo idolatramos, lo veneramos, lo juzgamos (qué locura, desde qué lugar), lo amamos sin compasión. Por eso, hacemos, ahora, lo único que queda, lo que se hace en estas ocasiones: negar. Y recordar. Dónde estábamos o con quién aquella tarde del Azteca o el día del me cortaron las piernas o aquel otro día del yo me equivoqué y pagué. Vemos fotos y videos. Rememoramos goles, frases, anécdotas. Yo lo vi aquella vez que…, te acordás de ese gol a…, yo estuve cuando…, mi hijo se llama Diego por Él, mirá dónde lo tengo tatuado…. Historias anónimas. Miles. Millones. Y dicen que estaba solo. Cuando murió. Lo fue a despertar una enfermera. No pudo. El tipo al que hoy el mundo llora, solo. ¿Qué lógica puede tener esta necrológica?

Nunca supo comportarse. Ayer, finalmente, se comportó. Como uno más: hizo lo que hacen todos. Ese día que nadie pensaba, llegó. ¿Te imaginás lo que será Argentina cuando…? Es hoy.

Jugó y se la jugó. Se entregó. Puso el cuerpo. Dentro y fuera de la cancha. El corazón, ante todo. Se equivocó. Pagó. Murió. Un soleado mediodía de noviembre, en una linda casa del Tigre, tan confortable y ajena. Parece mentira. Es difícil, imposible, pensar cómo Ella pudo finalmente ir a una cita en Segurola y Habana. Es difícil, imposible, hablar de Diego en pasado, pensarlo en pasado. Yo -sí, primera persona del singular- me niego. Me niego a pensarlo así. Porque vos, yo, todas, todos, sabemos que su historia nunca terminará de escribirse. Sabemos que Diego empezó otro partido. La lengua afuera. Que ocurrirá otro milagro.

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